Essay
Cuaderno de viaje: Hacia el Orient Express

Cuaderno de viaje: Hacia el Orient Express

Margo Glantz

 Linett Ridgeway desciende de su Rolls Royce color escarlata, visita su nueva mansión, Malton-Under-Wode, reconstruida a todo lujo en el lugar que antes ocupara la de un arruinado lord inglés. Es joven (20 años), guapísima, y, obvio, glamorosa. Usa un collar de perlas inverosímiles: por lo enormes, luminosas y perfectas; ¿lujosas? no, son demasiado verdaderas, demasiado exactas, sobrepasan cualquier concepción ordinaria que tengamos del lujo, en general, objeto de museo, por ejemplo, la joya que representa a un eunuco cuyo cuerpo lo compone una sola perla garigoleada y enorme, sus ojos de esmeraldas, la boca de rubíes y los dientes de perlas, como en los versos de Lope de Vega o los boleros de Agustín Lara. Explico la diferencia: la joya recién descrita representa sólo a un eunuco, perteneció al sultán Ahmed III y se exhibe en el Palacio de Topkaki en Istambul, junto a múltiples otras del sultán quien acostumbraba sentarse en un trono de oro recamado de perlas, esmeraldas, topacios y zafiros, sobre un cojín de seda bordado enteramente sólo de perlas (nota: suntuoso pero incómodo). El collar de Linnet, en cambio, es una prenda de uso diario, como ahora se llevan los jeans y los teeshirts, sean o no de diseñadores. No es un lujo, insisto, sino un objeto necesario, envidiado por quienes usan perlas cultivadas o Majorica o compradas en el Woolworth inglés de los años treinta: las inglesas de su entorno, aristócratas arruinadas: Inglaterra estaba a 10 años de perder la joya de su corona, la India, donde ahora me encuentro. Cuando llego al aeropuerto me entero de que acaba de estallar una bomba en la ciudad, matando a varios transeúntes, entre ellos un niño quien con su cuerpo protegió a sus conciudadanos —explica un periodista conmovido al borde de las lágrimas. Los autores del crimen, quizá unos fedayines musulmanes, provenientes de Bengala.

He leído Muerte en el Nilo en el avión que me conduce a Delhi: como en muchas de las novelas de Agatha Christie, la protaganista es medio aristocrática, por su padre, y, plebeya, por ser nieta de un magnate norteamericano que le ha heredado una gran fortuna aún intacta a pesar del crack del 29, acontecimiento a punto de repetirse para confirmar la decadencia del imperio norteamericano. No cabe duda, el lujo es relativo, por más lugar común que parezca. Y lo es también en el caso de Linnet, quien joven, rica y bella muere asesinada —y, para colmo, sin herederos—. Su marido y la ex novia del mismo organizan un ingenioso plan para matarla (todos los personajes de Christie son buenos actores), sin prever que serán desenmascarados sin remedio por Hercule Poirot, el ingenioso y ridículo personaje inventado por Christie para darse el lujo de criticar a sus compatriotas y revelar que la avaricia y la envidia constituyen el núcleo integral de cualquier ser humano.

En ese ambiente de riqueza extrema donde se cuelan aventureros, la muerte tiene permiso. Linnet es imperiosa, caprichosa y amable. Está acostumbrada, como los reyes, a hacer su voluntad, no es extraño que la envidien, que tenga enemigos. Christie es amante de las reuniones elegantes, fiestas principescas en mansiones con historia, habitaciones a granel y multitud de criados, doncellas, cocineras, choferes, valets de chambre, a quienes también se les aloja. Conviven durante varios días, se mueven con facilidad de una parte del castillo a otra, la mayor parte con motivos suficientes para cometer un crimen (el odio cuenta, la venganza es necesaria), los sospechosos abundan, las coartadas son —parecen ser— perfectas. La mente algebraica de un extranjero, francés para colmo, o la de una sweet old lady coja, Miss Marple, atraviesan como cuchillos —¿de qué otra forma?— cualquier ingeniosa planeación. El dinero en cantidades excesivas produce catástrofes. Dinero = pecados capitales: celos, rabia, desesperación, muerte:

–Linnet, en verdad te envidio, exclama la honorable Joanna Southowood, parásita social, chismosa, ladrona, pidiéndole prestado su collar de perlas (¡50,000 libras esterlinas de los años treinta!) para sustituirlo por uno falso. Lo tienes simplemente todo: 20 años, no obedeces a nadie, eres millonaria, bella, una salud de hierro. ¡Y hasta inteligencia! (No comments).

Interrumpo la lectura, recorro Delhi con amigos. Estoy en el hotel Ashok, hotel construido después de la independencia, dicen que aquí se conocieron Marie Jo y Octavio Paz. El portero llama un taxi, viste las suntuosas ropas del Rajasthán, bordados de oro (falso), turbante, saludo marcial. El vehículo se parece a los que circulaban en las películas inglesas de los años treinta, forrado con telas suntuosas, terciopelo decorado estilo Liberty (de origen hindú), el chofer es sik, usa su turbante arrollado 18 veces en torno de la cabeza, debajo, el pelo muy largo (nunca se lo cortan) y ¿limpio? Discuto como en la Merced el precio, 50, 100, 150 rupias, pide doscientas, le doy 50: he leído en mi guía —y mis amigos me lo aconsejan— que hay que regatear, lo hago con mi inglés macarrónico, el chofer me contesta en un inglés hindú incomprensible. Recorremos avenidas amplísimas, arboladas, a una velocidad alucinante, pasan coches de todos los tamaños, pero sobre todo rikshós de motocicleta y de bicicleta, pintados de verde y amarillos detonantes, también algunos asnos, unas cabras y una vaca, es más bien un cebú. Nos acercamos a la vieja Delhi —Shajahanabad—, dividida por los ingleses para combatir un motín popular gracias a la construcción de un ferrocarril decimonónico que aún existe. Las calles cada vez más estrechas; cambiamos de vehículo, somos 5, tomamos 3 rikshós conducidos por ciclistas sudorosos, delgados, oscuros, hacen un esfuerzo inhumano, las venas de las sienes laten con desmesura, hinchadas, recorren callejuelas evitando obstáculos, gente, rikshós, mujeres veladas, mujeres con saris, gordas, flacas, hombres robustos en bicicleta o moto, ya muchos usan casco —hace cuatro años no lo usaban—, las mujeres no lo llevan (ni los niños) y se abrazan con fuerza a las cinturas de sus maridos cubiertas sus cabezas con telas coloridas; carretillas paleolíticas cargadas con enormes bultos, demasiados bultos, algunos los llevan sobre la cabeza o sobre vehículos arcaicos para nosotros, para ellos cotidianos; los cables de la luz se entreveran de maneras extravagantes, la viva imagen de la India, enredada, polvorienta, edificios con motivos árabes, celosías, un color azul tenue, terrazas, ladrillos, cantera, trapos mugrosos, tierra, ventanas a punto de caer, sostenidas por andamios primitivos, intricados, afianzados por cuerdas, en pie por milagro; hierro forjado con dibujos alguna vez bellos, horadados por el tiempo; perros, un mono con la cola roja, una vaca, asnos, tiendas: es el barrio musulmán, se llama Fateh Puri. Montones de basura por doquier, no se ven ratas.

En la mezquita, llamada como el barrio, los hombres descansan tirados en el suelo con una desenvoltura casi animal. Está situada entre las callejuelas, se abre extensa como una aparición.

Los distintos objetos comerciados se coagulan por barrios y ciertas calles los alojan clasificándolos; vamos transitando en perpetuo bamboleo y difícil equilibrio por distintos tipo de tiendas, como las que a mediados del siglo XX aún se llamaban cajones en la Merced o la Lagunilla en la ciudad de México; pero aquí lo son verdaderamente, cajones de un mueble enorme que es el propio barrio, espacios diminutos, receptáculos repletos de mercancías; dentro, la gente sin zapatos atiende a los compradores; paseamos por la calle de las cuentas de piedra o de madera, cuelgan como chorizos; vemos luego las cadenas hechas a mano, los fierros viejos, utensilios domésticos de estaño, hombres con objetos curiosos , especies de ready mades après la lettre; arriba, si se acierta a levantar la cabeza, sobre todo cuando se va en ricshó, las casas cayéndose, un resto de color azul y de belleza las circunda. Un barrio hermoso a punto del colapso.

Llenos de polvo, con las manos sucias, los ojos legañosos bien abiertos, llegamos al mercado de las especias, cúrcuma, pimienta, cominos, anís, nueces, pasas, piedras, líquenes, cocos endurecidos, frutas: manzanas, papayas, calabazas, chirimoyas de forma bellísima, todo colocado en el perímetro de un antiguo harén: los balcones con celosías, los torretas, discretas habitaciones y, debajo, en donde habitaban las concubinas, se acumulan ahora las especies en sabios montones coloridos. El olor, insoportable, una mezcla a dosis iguales de orina, caca y especias.

Varias de las calles las hemos recorrido a pie. Imposible hacerlo de otro modo, los embotellamientos son numerosos y grotescos; hombres delgados, exhaustos, cargados de bultos gigantescos que probablemente ni Hércules ni Atlas ni Jean Valjean hubieran podido soportarlos; carretas de madera larguísimas y de formas arcaicas llenan las callejuelas, los cargadores gritan y se lanzan contra quien camine sin cuidar el golpe, todos vociferan, hablan en hindi, en urdu, en las otras lenguas vigentes en la India, sudan, sus ropas desgarradas y sucias; las bicicletas rikshó sortean los escollos con una habilidad ultraterrena, los que venimos de fuera nos volvemos de inmediato indios, de otra forma quizá nunca regresaríamos a nuestras regiones más transparentes, sin lugar a dudas.

Toca ahora recorrer el mercado de los saris —sareees—. Tiendas y más tiendas con telas de colores estridentes y notables combinaciones, bordados complicados y diversos —una diversidad casi imposible de creer—. ¡Los quiero todos¡ Mi ideal del lujo es la acumulación, la colección, el horror vacuum, armarios rellenos de saris, de cuentas, de pashminas, de chatush(es) (incomprables), de telas, colchas, manteles, kurtas, pijamas y estolas de algodón, cuyos diseños, como los de los saris, las joyas, los muebles, las lámparas, los cerrojos, las cajas revelan una imaginación infinita e inesperada y sin embargo clásica.

El mercado con su belleza intacta sigue oliendo a orines.

Un momento de náusea y seguimos. Las mujeres se acomodan en el suelo sobre sábanas abullonadas y revisan los saris que los vendedores también acuclillados les muestran con paciencia y parsimonia. Es un ritual. Los zapatos se quedan en la puerta. Cada una lleva un sari diferente de colores no occidentales, afortunadamente, y examina con atención los que ha de comprarse en seda, algodón, sintéticos, con elaborados y bellisimos bordados, la blusa que los sastres hacen al instante, la tela enrollada sabiamente en torno de su cintura, la estola sobre los hombros, y la facilidad y elegancia con que portan su ropa, aunque sean gordas y los rollos de grasa abulten en flagrante desnudez sobre su talle.

Cerca, las joyerías, estrechas, diminutas, un hombre dentro pesando rubíes, esmeraldas, zafiros, topacios, o el oro y la plata. Fuera, un criado: el perpetuo sistema de castas, los que sirven, los que venden, los intocables y los privilegiados. Me llama la atención un collar que creo de granates, demasiado suntuosos y pesados para serlo, me digo, y en efecto, son rubíes, declara con énfasis el joven hermoso que sonríe al enseñármelo. Es barato, un lujo barato, pero no traigo dinero y no me aceptan tarjetas. Me entristezco, demasiado quizá. Recuerdo hace cuatro años en Bangalore, me compré un anillo con un rubí, fui después a otra tienda, ostentando el anillo; allí me ofrecieron algunos más. No compré nada y el dueño me dijo: “Madam, I am afraid to tell you that your ruby is of the very worst quality”. Mis amigos me esperan impacientes a que salga de la joyería, me miran con rencor, han esperado en medio de dificultades de tráfico peatonal y olores nauseabundos.

Atravesamos la vieja ciudad, una escalera rojiza imponente la divide de la nueva, es la mezquita Jama Mazjid construida por el rey mogul que también construyó el famoso Fuerte Rojo. A la entrada hay que quitarse los zapatos, a las mujeres las visten con unas batas floreadas de colores magníficos para que no insulten con sus brazos desnudos al Profeta. El espacio es inmenso, varios corredores con altares que miran hacia la Meca reciben a los creyentes, estamos en Ramadán, los mismos hombres sudados que antes circulaban por el mercado de la vieja ciudad están ahora tirados sobre los tapetes de basta jerga, descansando. Otros hacen abluciones, se prosternan, las mujeres se lavan los pies. El contrate es maravilloso, de la contaminación de gente, ruidos, polvo, basura, caca, orines, se pasa a este espacio en verdad sagrado donde la paz reina, sin artificios, sencillamente.

El verdadero lujo.

Caminamos un buen rato hasta encontrar una calle donde circulen los rikshós, tomamos tres de nuevo y entre tumbos y sobresaltos, claxones y embotellamientos, ligeras colusiones entre vehículos y discusiones a voz en cuello, regresamos al hotel. En una esquina aparece un niño, me dice mami, y algo más que suena muy parecido a “no mames”, nos ofrece un objeto indescifrable, no le compramos y nos insulta y golpea el rickshó. En el próximo semáforo se nos acerca un travesti, es un eunuco vestido de colores fulminantes, la boca color púrpura encendida, ofrece unos papelitos color estraza cuyo signifi cado no pude descifrar. Me explican que si nos les dan dinero, te maldicen. ¡Estoy maldita¡

He empezado en el hotel a leer Asesinato en el Orient Express de la Christie. Me preparo para ir a mi vez al Palacio sobre ruedas que ha de recorrer el Rajasthán. Es un tren de lujo, los camarotes particulares, dicen que principescos (¿será?), la comida regia, espero que no tenga tantas especias acumuladas en el mismo plato como las que se venden en el bazar. Visitaremos —¿con qué tipo de gente?— Jaipur, sus fuertes y sus castillos, Odaipur, Jodaipur, Jasalmer, Agra, veré camellos, desierto, joyas, de nuevo especias, ropa pintoresca aturbanada y con adornos a los Swarowsky que no me gustan mucho y cuya idea del lujo me repele.

Soy consumista, me gusta comprar vestidos, zapatos, collares, aretes, pulseras, ropa interior (no muy lujosa, dato freudiano), libros, cuadros, chucherías, fruta, sombreros que nunca me pondré y que, de repente, me recuerdan a Greta Garbo a quien hubiera querido parecerme, ese sí un lujo mayor. Aunque alguna vez usé sombreros, en Inglaterra, por ejemplo, me los compré en Haymarket street o en boutiques de segunda mano en Hampstead: sombreros de fieltro de ala mediana de colores sensatos y cuyo costo era muy bajo. Los usé en Astor, cuando me invitaban a las carreras de caballos para codearme con los royals y los aristócratas ingleses, ellos con sombrero de copa, ellas con inmensos sombreros de colores claros y adornos garigoleados. También usé sombreros en las pirámides de Egipto y un traje largo de Yves Saint Laurent, comprado en una tienda de segunda mano en Knightsbridge una vez que me invitaron al Palacio de Buckingham a departir con la Reina (bueno, eso de departir…). Era negro, aún lo tengo; me enteré después que el protocolo prohibía el uso de ese color en las ceremonias reales.

El libro de la Christie me divierte. Me encuentro de nuevo con que en la novela aparecen unas perlas, éstas sí excepcionales, las usa en el tren la princesa Dragomiroff aristócrata rusa en exilio; su collar es aún más improbable que el de Linnet, larguísimo y sus cuentas son tan enormes que parasen inverosímiles como su historia, ésta falsa, aquéllas, verdaderas.


Posted: April 15, 2012 at 5:59 pm

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