Reflection
Edward Gorey o la antinovela gráfica

Edward Gorey o la antinovela gráfica

Alberto Chimal

El término “novela gráfica” se propuso, durante los años ochenta del siglo pasado, para referirse a obras de arte secuencial –cómic, historieta, bande desinée– de larga extensión y aspiraciones “literarias”: argumentos complejos y en ocasiones digresivos, numerosos personajes y adaptación deliberada de recursos de la narrativa como símbolos y metáforas, juegos estructurales, etcétera. La intención era dar respetabilidad e incrementar las posibilidades comerciales del arte del cómic en América, y en especial en la América anglosajona, que siempre lo ha despreciado por considerarlo (confundiendo la forma con el contenido) un “género” de mero entretenimiento o consumo masivo.

El éxito fue parcial pero ocasionó, entre otros efectos curiosos, que numerosos lectores comenzaran a acercarse al cómic con prejuicios semejantes a los que se dejan ver al comparar la novela con el cuento: la extensión y las pretensiones declaradas de la obra comenzaron a verse como valiosas en sí mismas –como siguiendo las prescripciones de la industria del bestseller– y otras alternativas y posibilidades del arte secuencial comenzaron a ser leídas y juzgadas de acuerdo con las nuevas exigencias impuestas por el “género” nuevo. Es decir, el auge de la novela gráfica puede terminar, sin proponérselo, por fijar la situación de la obra de Edward Gorey –entre otros grandes artistas– como creador marginal o de culto.

Edward St. John Gorey (Chicago, 1925- Cape Cod, 2000) es un artista cuya obra ha sido descrita en varias ocasiones como “ilustración”, “cuentos para niños”, “historias de terror”, “humorismo”. Ninguna de estas etiquetas termina de servir pues todas describen sólo aspectos aislados del trabajo de Gorey, cuyo núcleo central, además, debe considerarse aparte de sus múltiples labores como escenógrafo, como ilustrador y portadista de textos ajenos, como dramaturgo y director teatral e incluso como guionista de cine: este núcleo está compuesto por los más de sesenta libros de corta extensión –ninguno de más de una veintena de páginas–, desde El arpa sin encordar (The Unstrung Harp: or, Mr Earbrass Writes a Novel, 1953) hasta El busto sin cabeza (The Headless Bust: a Melancholy Meditation on the False Millenium, 1999), que Gorey publicó casi exclusivamente por medio de editoriales independientes y que fueron compilados entre 1971 y 2006 en la colección Amphigorey, compuesta por cuatro volúmenes antológicos.

En estos libros, siempre ilustrados, en general provistos de textos que ocupan mucho menos espacio en la página que las imágenes a las que corresponden, pueden encontrarse historias más o menos convencionales, colecciones de versos burlescos, catálogos de variaciones gráficas y literarias sobre un mismo tema (entre otros, varios alfabetos donde las letras se ilustran con ejemplos excéntricos o macabros) y numerosos experimentos formales: El ejemplo práctico (The Object Lesson, 1958) es una “historia” delirante que establece asociaciones libres, más que de causa y efecto, entre un episodio y el siguiente, al modo de los surrealistas; La rabiosa marea (The Raging Tide: or, The Black Doll’s Imbroglio, 1987) es un cuento hipertextual, en el que cada página ofrece al lector dos alternativas para continuar la historia que lo invitan a saltar a una de dos páginas distintas según lo que decida para continuar leyendo…

Lo que une a todos estos libros es, por un lado, el estilo de dibujo de Gorey, en el que formas y composiciones aparentemente simples revelan de pronto gran atención al detalle y a la elección del momento preciso de la acción a representar, así como un interés constante por sugerir distancias, volúmenes y movimientos de maneras inusitadas. Siempre realzadas por medio de un achurado minucioso, al que Gorey dedicó más y más esfuerzo a medida que pasaban los años, sus figuras –seres humanos, animales, criaturas de origen desconocido– se desplazan por espacios sorprendentemente provistos de texturas, temperaturas y condiciones cambiantes de iluminación logradas exclusivamente por medio de líneas de longitud, grosor y densidad variables. Incluso, los dibujos en color de Gorey, relativamente escasos, se consideran generalmente menos expresivos que los que se limitan a sugerir el color. (Una imagen memorable de La pareja repugnante –The Loathsome Couple, 1977– muestra el interior de un cine a oscuras a la mitad de una proyección y consigue, sólo por medio de un control cuidadoso del achurado, sugerir el volumen de las filas de espectadores y la luz debilísima reflejada en ellos por la pantalla.)

Por el otro lado están los textos: incluso El ala oeste (The West Wing, 1963), una serie de dibujos sin palabras justamente celebrada como una obra maestra de Gorey y tenida a veces por prueba de la preeminencia de lo dibujado sobre lo escrito en su obra, utiliza recursos textuales, pues marca cada dibujo –escenas misteriosas, elusivas más que francamente inquietantes, en el interior de una mansión– con números, como si cada imagen fuera inciso de una lista o término de una enumeración, y coloca un signo de infinito en la última de todas: una vela encendida que flota en el aire. El efecto producido por estos pocos signos no es menos expresivo que el que producen sus narraciones y poemas más acabados, y que dejan ver un pronunciado gusto por el humor y lo macabro, una gran capacidad para el understatement e influencias de autores tan variados como Edward Lear, Alphonse Allais y Robert Musil. El lector atento de El ala oeste se queda, ante el último dibujo, con serias dudas sobre el sentido de las sutilezas del conjunto: ¿debe sospechar la existencia de más dibujos entre el veintitantos y el infinito? ¿O el número es una calificación, una gradación, una intensidad? Y en tal caso, ¿Intensidad de qué?

Lo que queda claro es que siempre, aun en los trabajos más lacónicos, existe el desarrollo secuencial –el signo fundamental de identidad del cómic– y, más aún, la interrelación constante de las imágenes y los textos: dos “corrientes” o “flujos” de información distinguibles pero imposibles de separar. En la relación de uno y otro se encuentran invariablemente los efectos de sentido más importantes. En Los obeliscos chinos (The Chinese Obelisks, 1970), Gorey coloca su caricatura, que repitió en muchas otros ocasiones y es reconocible de inmediato para sus admiradores: un hombre alto, barbado, vestido con zapatos tenis y un grueso abrigo de piel. Sin embargo, el texto identifica al personaje como “The Writer”: el escritor, no el dibujante ni el ilustrador. Sería imposible comprender que se trata de Gorey sin la imagen, y sería imposible comprender la declaración sobre la raíz literaria –no gráfica– del trabajo de Gorey sin disponer del texto. De la misma manera, o de muchas formas análogas, Gorey juega constantemente a que la imagen comente al texto –en general de forma irónica– y viceversa.

Los gustos y obsesiones de Gorey se tienen por afines a los de algunas subculturas: atraen su decisión arbitraria de utilizar el vestido y la arquitectura de la Inglaterra eduardiana para ambientar historias que no hacen referencia alguna a Inglaterra; su gusto por las insinuaciones de lo tremebundo, contrapuestas con la realidad de lo tedioso y lo trivial; su interés en las criaturas fantásticas, en el mundo de la infancia y la narrativa policial, en el ballet… Pero precisamente lo que vuelve a Gorey un artista relevante es lo que lo separa no sólo de los clichés que se le han tratado de adosar, sino también de los del cómic mismo: Edward Gorey importa precisamente porque es el anti-novelista gráfico y su trabajo cuestiona desde el principio, y explícitamente, las rutinas de la narrativa occidental.

Algunas veces, el cuestionamiento es simplemente un tema o un elemento de la trama, como ocurre en el ya mencionado El arpa sin encordar, que es la historia –llena de observaciones sumamente agudas y acertadas– de un novelista que debe lidiar con el tedio y la inmovilidad de su vida de escritor. En otras ocasiones, las más interesantes, se atacan las aspiraciones, las rutinas y la forma misma de la novela. La vagoneta de Willowdale (The Willowdale Handcar: or, The Return of the Black Doll, 1962) se ríe de la noción de la Gran Novela Americana al contar una historia de “aliento épico” reducida a unos pocos cuadros y párrafos y cruzada por numerosos enigmas y oscuridades que apuntan, más que a la declaración de una identidad nacional, al vislumbre de numerosas identidades individuales pero imposibles de precisar; El legado de Awdrey-Gore (The Awdrey-Gore Legacy, 1972), probablemente la obra cumbre del artista, desarma y deconstruye los cánones del whodunit clásico y presenta, disfrazado de un manual para la escritura de novelas policiales (incluyendo consejos y alternativas que darían envidia o rabia a S. S. Van Dine), un misterio aterrador: la desaparición de una novelista que pudo haber sido secuestrada, confinada por décadas y luego muerta por el proverbial asesino, por sus propios personajes, o bien por fuerzas más allá de la lógica y el optimismo de la razón.

Gorey muestra sobre todo el escepticismo del cuentista ante el “desvarío laborioso y empobrecedor” –como escribió Borges– de crear mundo ficcionales por acumulación en obras de muy largo aliento. Su aspiración es evocar y sugerir, apuntar a lo que se encuentra en los límites del lenguaje (de los lenguajes: el texto y la imagen), y por lo tanto no puede ser sino marginal, un “raro” entre los meros repetidores y adaptadores de la forma novelesca. Pero su ejemplo es análogo, por lo tanto, al de Georges Perec, Milorad Pavic y otros grandes experimentadores del siglo XX: su labor, incluso ahora, sigue siendo mostrar las zonas inexploradas de su arte y las sombras de la conciencia humana que aguardan en ellas.

 

Alberto Chimal es autor de más de una docena de libros de narrativa, ensayo y dramaturgia. Colaborador frecuente de revistas y suplementos, Chimal ha sido considerado “uno de los escritores más originales y enérgicos” de su país (de acuerdo con CNN en español ) y uno de los 100 mexicanos más destacados de su generación (según la revista Día Siete). Su obra ha sido traducido al inglés, el francés y el italiano.


Posted: April 18, 2012 at 10:09 pm

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