Fiction
Vestido rojo
COLUMN/COLUMNA

Vestido rojo

Rose Mary Salum

Entré a una tienda muy lujosa ubicada en la esquina de una holgada avenida. La tenue iluminación era típica de algunos almacenes europeos. Acostumbrada a los climas cálidos, el paisaje sombrío de las ciudades nórdicas no me acababa de convencer. El frío había estado escarbando cada poro de mi piel y amenazaba con congelar mis órganos; las puntas de los dedos ya se veían azulinas. La necesidad de entrar en calor y un vestido con pedrería en el talle que adornaba a una modelo cerca de la vitrina, me obligaron a introducirme en ese lugar. La prenda era muy bella. Puse un olán de la falda entre mis manos aún tiesas por el frío y pude percibir la textura sutil de su gasa. Por unos instantes sentí el impulso de comprarlo.

Algunos adjetivos salen sobrando en esta anécdota, pero dado el poco uso que hago del español suelo olvidar los sinónimos que podrían sustituir las frases comunes y los coloquialismos que se deben evitar a toda costa en una narración como la que aquí presento. Decía que aquel vestido era una joya, no era sólo el diseño, el gusto exquisito con el que estaban acomodadas las piedras sobre el peto, sino el corte impecable: la muestra esencial para poder distinguir entre un artista y un simple costurero.

Una modelo etérea lo exhibía con gracia; parecía flotar mientras caminaba a lo largo del establecimiento. Nunca la miré a los ojos. No sabría decir si era atractiva o no, si era oriunda del norte de Europa o mediterránea. Tal vez haya sido la visión de ese vestido y no ella lo que me impulsó a entrar a esa tienda. Jamás había estado en un taller de alta costura cuyo propietario fuera un diseñador de talla internacional. Ni siquiera tendría el presupuesto para poder pagar ese objeto de lujo. ¿Por qué esta vez había cedido a mis impulsos y había entrado a un local cuyas ofertas no estaban al alcance de mi bolsillo? Decía que fue la belleza del objeto, los ríos de luz que emanaban de él, el sentimiento de dulzura que su sola visión produjo en mí fue lo que me motivó a entrar y, lo más importante, a considerar seriamente su adquisición.

 Una prenda de esa factura duraría por siempre; la concreción de la belleza inmune a los estragos del tiempo. En ese sentido –y quizá esto se lo digan todas las mujeres que son asiduas consumidoras– más que un gasto, esa compra sería una inversión.

Después de haber estado observando el vestido llegó una persona que prometió enseñarme algunos más. Para ello, al menos así me pareció, tendría que llamar a otras modelos para portar los diseños, los cuales serían traídos desde el fondo de la tienda.

No faltará algún lector instruido que sostenga que al referirme al fondo de la tienda, probablemente esté haciendo alusión al inconsciente, aunque de manera metafórica. Pero en esos momentos yo no pensabaen escuelas sicológicas. Sólo había entrado para resguardarme del clima aunque al final había descubierto que en realidad me encontraba ahí atraída por la belleza y por una posibilidad. Al cabo de un largo rato de espera comencé a sentirme inquieta. ¿De verdad había que convocar a un puñado de jovencitas para ver los atuendos? Pensaba en eso cuando al girar la cabeza en dirección al pasillo izquierdo del local vi una puerta que me llevaría a husmear donde no había sido requerida. La curiosidad siempre ha sido una de mis tentaciones primordiales por lo que accedí impulsivamente. Había un corredor angosto que en realidad no llevaba a ningún lado. Incluso, si intento ser precisa, ni siquiera lo podría llamar así porque era tan corto que lo remataba el marco de una puerta. En el centro, ésta tenía una mirilla colocada a la altura de mis ojos. Me asomé sin pena. Dentro estaba una mujer desnuda. Era alta y de piel tersa, muy nítida, casi perfecta. Sus cabellos lacios, cortados al típico estilo japonés, cubrían con un flequillo la totalidad de su frente, dejando a la vista tan solo la insinuación de la curvatura de sus cejas. El resto de su melena caía recta, hasta el borde de su mandíbula. Su cabello era de un color rubio afresado. O tal vez debería decir de un rojizo blondo. Estaba al lado de un hombre que la observaba mientras la esperaba detenido a su lado. La mujer, que parecía tener una edad indefinida, era de constitución menuda; tan delgada que de sólo mirar su estructura hubiera podido pensar que tenía quince años: no tenía formas acentuadas, sus caderas eran angostas y sus piernas blancas y largas. No pude encontrar ninguna imperfección. Su vientre, hundido y satinado, parecía estar tallado y su busto…, como esos senos no he vuelto a ver. Su pecho era casi plano y sus pezones apenas resaltaban de su piel en forma tubular. Lucían como dos antenas, como dos sensores abiertos al mundo, quizá para tocarlo. El hombre continuaba de pie mientras ella se desplazaba de un lado de la habitación al otro. Se movía de forma muy lenta, como si flotara. Su rostro lucía serio, inexpresivo, sus pestañas eran tan rubias que le daban a su mirada un aire exótico. Su piel reflejaba la luz imitando las figuras del Renacimiento. Ella se paseaba sin rubor como si algo que aún no he acabado de entender, tenía que culminar. Sus labios abultados eran muy rojos, como si la fuerza de la vida encontrara su expresión sólo en ellos. El silencio era fantasmal, los objetos nada atestiguaban. El único par de ojos eran los míos. Y sí, los del hombre que no dejaba de mirarla, de observar su pubis, sus senos, sus nalgas. El silencio era mi cómplice y mis pensamientos veían correr esta escena como en un sueño. Tenía que regresar al lobby pero no lograba despegarme de la puerta. Hice un esfuerzo por contener mi cuerpo, retomar la compostura y regresar al centro de la tienda, la cual lucía cada vez más deshabitada, casi irreal. Arrobada por una sensación indescriptible, volví a introducirme en los conductos internos de la trastienda, aunque ahora por el corredor del lado derecho. Lo que allí se encontraba era una estancia con algunas costureras alineadas ordenadamente, un ruido sordo, maniquíes y la suposición de que en una bodega de esa naturaleza tendría colgados innumerables vestidos. Alguien notó mi presencia y se acercó a mí con un vestido en la mano. Lo depositó en el respaldo de una silla y sin mayores explicaciones se retiró. Yo miré esa obra de arte pendiendo con desgano de aquel mueble. Es sublime, pensé y tuve que hacer un esfuerzo para no decir This is such a beautiful piece! Debía pensar en español, si dejaba que el inglés se adueñara de mi cerebro iba a acabar por perder lo único que aún me quedaba del hogar materno. La persona que me había dejado la indumentaria en un gesto provocador ya había desaparecido. Me quedé parada frente al vestido. También era bermejo. Si pensaba en comprarme algo, ése tendría que ser El vestido. Ese vestido era yo. Si existiera la posibilidad de reencarnar como una prenda en una vida futura, definitivamente reencarnaría como ese vestido rojo. Y mi nombre sería ése, el vestido rojo. Nada de nombres, de apellidos, de alias: tampoco dudas sobre si debía usar el apellido de casada, el de soltera, si perdería mi identidad, si las mujeres no teníamos el derecho de conservar lo que nos identifica, si confundiríamos a los hijos o se traumatizarían… nada de eso. El vestido rojo. O mejor, vestido rojo. ¿Podría en verdad pagar algo así? No sé cuánto tiempo permanecí sumergida entre tantos pensamientos. Sin embargo, llegaría el momento de buscar la etiqueta y ésta me indicaría si finalmente podría acceder o no a esa prenda. La tomé, pero lo primero que vi fue la talla. Retrocedí espantada. No habría manera de enfundar todo mi cuerpo en ese trozo de seda. ¿Sería de ella? Respiré profundamente y traté de que mi corazón dejara de golpearme las costillas. Busqué el precio y observé que había algunos números tachados mientras otros sobresalían en su color granate. Habría podido jurar que eso era una señal, que las coincidencias ya habían sido demasiadas, que el rojo aquí y allá me estaba indicando algo, que la belleza del primer traje a la entrada no había sido fortuita. Me contuve. Guardé la compostura y traté de leer los números allí anotados. La imagen volvía a adquirir sus características somnolientas. El problema es que no supe la causa. Nunca supe si era debido al color de los números o si el precio daba a esa escena un toque absurdo: 179 mil euros. Dejé la etiqueta colgando del vestido que a su vez yacía sobre la silla. Me quedé mirando a las costureras perfectamente alineadas, a los retazos de tela en el suelo silente, a los cojines poblados de alfileres, a todo el paisaje propio de un taller de esa categoría. No podía pensar, me era imposible discernir si esa cantidad era desmesurada o pequeña, si podría pagarla o no. 179 mil euros, volví a repetir en mi mente. ¿Cuánto dinero es ése? ¿Es demasiado o ese vestido es una ganga? Decidí volver a la sala de espera. Permanecí de pie mucho tiempo. La tienda mantenía su estado de vacuidad. Mientras tanto, continuaba dudando si debía adquirir o no el vestido, si tendría la capacidad de pagarlo, si tendría el dinero en mi cartera. Me sentí invitada a introducirme de nuevo por el pasillo derecho y volcarme en el taller. Quizá la compañía o incluso alguna de las costureras que se mantenían como en un cuadro de Chirico habrían podido descifrar ese número, pero la irrupción de un gemido detuvo la confusión de mis pensamientos. Al parecer provenía del corredor izquierdo. ¿Sería ella? Contuve la respiración para tratar de escuchar aún más. Sentí la urgencia de volver al pasillo izquierdo, volver a la mirilla, observar lo que en esa habitación del fondo estaba sucediendo. Ese gemido se volvió a repetir, pero no pude descifrarlo a pesar de que la tienda permanecía en completo silencio. ¿Debía asomarme? Continuaba instalada en el centro de la estancia como si una serie de alfileres hubieran zurcido mis pulsiones al suelo. Tuve que hacer un delicado esfuerzo para desprenderme y volver al pasillo del lado izquierdo; avanzaba con cuidado para no pincharme con las agujas, tampoco quería hacer ruido. Ahora no se escuchaba nada. Me acerqué aún más, la primera puerta estaba abierta, insinuante. Me detuve. Mi corazón se había vuelto a acelerar y temía que alguien lo percibiera, que delatara mi presencia, mi desbordada curiosidad. Respiré profundamente y cuando exhalé me pareció volver a escuchar otro gemido que provenía de adentro. Sentí el impulso irrefrenable de acercarme más. ¿Había sido ésa una expresión de dolor, acaso del placer más extremo, de éxtasis? El aire retomó su carácte
r sosegado. Yo seguía sin poder decidirme a entrar de una vez por ese pasillo, a asomarme por la mirilla o incluso a introducirme en la habitación; compartir aquello. Había algo que me tenía detenida, algo que me impedía avanzar. Guardé el más absoluto de los silencios. Sólo se escuchaba un sonido muy agudo dentro de mis oídos. El movimiento de algunos muebles, quizá una silla y otro gemido más me sustrajeron de la parálisis: debía entrar, tenía que saber. El sonido de una bisagra me congeló: alguien había accedido al taller por la puerta que conducía el pasillo derecho. Era una mujer muy alta y bien vestida. No se parecía en nada a las costureras que trabajaban alineadas. Pasó directamente a un escritorio. Dejó su bolso, sus guantes, su abrigo y se volvió hacia mí. Je peux vous aider mademoiselle? Me dijo con un marcado acento boreal. Yo viré mi cabeza hacia la puerta que conducía al pasillo izquierdo; quería ver si aún podría entrar a pesar de esa nueva presencia, pero entendí que no sería posible. Me volví de cara hacia ella para preguntar algo, saber más, obtener su autorización para desplazarme a mis anchas por ese recinto. Ella pareció darse cuenta de algo. Se acercó a mí mientras me decía una serie de frases que no pude entender. Su acento era indescifrable y su voz se iba alterando a cada paso. Yo cerré los ojos avergonzada: había dejado a la vista mis intenciones, mi curiosidad, el morbo. Estaba segura de que mi cara delataba un rubor primerizo: no lo había experimentado en mucho tiempo así que incliné mi rostro para evitar que estuviera demasiado expuesto; la vergüenza sustraía mi fuerza para dar la cara de frente. Volví al centro de la estancia con la cabeza baja, tomé mi bolsa y continué hasta la salida. Ella ahora gritaba. En algún momento pensé que iba a detenerme o incluso empujarme. No sucedió. Cuando estaba cerca de la puerta que me devolvería a la ciudad, me vi obligada a levantar la cabeza y buscar el picaporte para salir huyendo de ahí. En el trayecto, mi ojos volvieron a la tienda. Entonces la visión se presentó de nuevo: ella estaba ahí, desnuda, perfecta. Sostenía en su brazo un vestido: Era el vestido rojo. La tentación me paralizó. Me detuve a observarlo una eternidad…, hasta que me sobrepuse. Apenas salí a la calle respiré con fuerza inhalando todo el oxígeno de la ciudad. Alcé la cara y dejé que los rayos del sol se depositaran en mis mejillas. Esta vez sonreí. Finalmente estaba fuera y con 179 mil euros en mi bolsa. ¿Por qué entonces no había comprado el vestido? Aún hoy, mientras escribo esta historia, me queda esa duda.

 


Posted: August 25, 2014 at 10:26 pm

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